3.4.07

La hija del fuego


Era bonita, de buena educación y culta, con una enorme capacidad intelectual y poética. De buena aceptación en los círculos literarios y una asombrosa precocidad para escribir. Tuvo becas, méritos, premios, fama, y pretendientes de sobra. Pero todo eso no le alcanzó para disipar su infierno interior, ese fuego negro que trató de exorcizar a través de la escritura: tuvo el don de la palabra escrita y a este don se entregó y con ella su existencia en riesgo total.

Al igual que Alejandra Pizarnik y Ann Sexton, Sylvia Plath terminó suicidándose. Una fría mañana del 11 de febrero de 1963, Sylvia se levantó pronto, en un acto de último amor materno preparó el desayuno a sus hijos, abrió la llave del gas y cocinó su propio cadáver. El último poema que escribió, daba cuenta del inevitable desenlace:

¨La mujer alcanza la perfección.
Su cuerpo
Muerto porta la sonrisa del deber cumplido,
La ilusión de una necesidad griega
Fluye por los papiros de su toga,
Sus pies desnudos
Parecen estar diciendo:
Hemos llegado hasta aquí, es el fin.
Dos bebés muertos hechos ovillo, serpientes blancas,
Cada uno prendido a un pellejo
De leche, ya vacío.
Ella los ha replegado
Hacia su cuerpo como pétalos
De una rosa que se cierra cuando el jardín
Se endurece y las fragancias sangran
Desde las dulces y profundas gargantas de la flor nocturna.
La luna no se habrá de entristecer,
Allá en su atalaya de hueso.
Tiene, de todo esto, la costumbre.
A rastras crujen sombras negras.¨

Mientras estuvo con vida, llegó a publicar tan sólo tres libros de poemas: Ariel, La campana del desamparo y Tres mujeres.